lunes, 19 de marzo de 2018

Vivir en la red, privacidad en duda

El poder de la red es inconmensurable.

De cara a los hechos recientes en donde aparentemente hubo una fuga de información de Facebook, en la cual se manipularon los registros de más de 50 millones de usuarios y esto se utilizó como arma electoral en Estados Unidos para depurar perfiles psicológicos de los usuarios y explotarlos con publicidad durante sus pasadas elecciones, trae a colación la seguridad e integridad de la información que todos compartimos en esa red social y muchas otras.

Hace algún tiempo cuando analizamos el acuerdo que aprobamos para generar nuestra cuenta en Facebook, nos asombramos cuando sin ningún ambage avisan que van a grabar TODA información que salga de nosotros por ejemplo: lecturas GPS donde se indique en qué sitios estuvimos, horarios y días de conexión, marca, modelo del equipo con el que accedamos a la red, comportamiento, contactos, ‘likes’, comentarios, fotografías, redes de acceso, dirección IP. Todo tipo de información directa o indirecta que generemos, aplicaciones, juego usados, puntajes de los mismos, patrones de compra y consumo, intereses en los anuncios que publican también quedará registrado. Además ellos se quedarán con esa información aunque cerremos la cuenta y podrán hacer uso de los datos según crean conveniente porque además. Les dimos permiso para ello.



Si hace algún tiempo todavía existían personas que distinguían entre la realidad presencial de lo cotidiano y la virtual de las redes de comunicaciones, esta frontera se ha desdibujado prácticamente, sobre todo a partir de que instrumentos como los teléfonos celulares y las tabletas se convirtieron en objetos de uso personal que registran nuestros patrones de comportamiento, preferencias, compras, interacciones y en suma toda una radiografía de quien es cada uno. De ahí el peligro potencial de que nuestra información pueda ser usada para minar datos, para colaborar en análisis y perfiles de consumo, de preferencias o de relaciones, y todo no sólo sin que nos enteremos cuándo y dónde ocurre, sino que se lleva a cabo con nuestra autorización formal.

Si recordamos casos como el de la base de datos electoral de México, que andaba circulando por diversos portales de Internet y se podía obtener casi sin esfuerzo, o bien el tema aún en investigación (se supone) del uso de software espía por parte de instancias del gobierno que buscaban acceder a datos y conversaciones de periodistas, actores políticos y líderes de opinión, el caso se vuelve más delicado. Muchos pensamos que si en un país como Estado Unidos, que se supone posee los controles tecnológicos para analizar y proteger los datos e información, a fin de cuentas estos se manipulan (aparece de nuevo como añadido, la sombra de personajes rusos en el caso) para influir en las votaciones que llevan a una persona a la presidencia, en nuestro país los datos pueden estar poco defendidos y pobremente sustentados con los apoyos técnicos necesarios. El uso de instrumentos de análisis y técnicas de minería que procesan la gran cantidad de datos que se producen dentro de un ambiente con alta efervescencia como el electoral sin duda es un tema del que pocos hablan, casi todo el mundo asume y pocos divulgan.



El auge del BigData es tan enorme que para el usuario ‘de a pie’ no le parece grave subir fotos personales, familiares, o decir en dónde está o qué compra. El punto es que la versión integrada, filtrada, depurada y organizada de la información colectiva brinda una fotografía detallada de aspectos personales y sociales que ni siquiera se sospechaban. Ya en las elecciones anteriores de México aparecieron actores extranjeros expertos en manejo de redes sociales y análisis de tráfico.

Mientras que en nuestro país el consumo promedio diario de conexión a la red es de 4 horas, es decir 28 horas a la semana o más de media jornada laboral, estamos distraídos en la inmediatez, la novedad y es chisme, sin darnos cuenta que estamos divulgando información detallada sobre quiénes somos y qué nos gusta. Esta es una espada de doble filo. Si dedicáramos una hora diaria a leer, terminaríamos un libro cada semana y todavía dispondríamos de 21 horas para las trivialidades de la red pero quizá con un enfoque más crítico de qué decir y en dónde decirlo. Habría además una sociedad mejor informada y más madura para utilizar productivamente los canales digitales que llegaron para quedarse.




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